23/02/2019
Tras un largo parón de casi tres meses debido a la inestabilidad meteorológica, quedamos el sábado 23 de febrero para iniciar la primera salida del año 2019. Esta vez la tripulación externa está formada por Alexandra, Carol, David, Eduard, Maria i Xavier. Como voluntarios de Cetàcea: David como patrón de la embarcación, Abel como fotógrafo y Laura como observadora y anotadora.
Así que zarpamos con el Alción cuando pasan diez minutos de las 9 de la mañana, en un día que nos augura un tiempo espléndido para el mes en el que estamos. Y aunque no es una buena noticia que en pleno mes de febrero tengamos, en un clima mediterráneo, 17 grados de temperatura, los disfrutamos mientras el Alción surca unas aguas tranquilas en la costa del Garraf . Vemos los primeros alcatraces, gaviotas, frailecillos y pardelas. Van pasando las horas y a media mañana vemos una aleta, pero es de un pez luna que reposa en superficie. La tripulación externa se deleita con este pez, y seguimos con la ruta acordada, el sol y la brisa marina acariciando nuestra piel.
A las 12, un tímido delfín listado aparece a pocos metros del barco, y se pone a proa, observándonos. La tripulación no malgasta ni un segundo y empieza a hacer fotos. Pero el delfín se va tan súbitamente como ha llegado, y en apenas un minuto se sumerge, no volviendo a aparecer. Aunque nos hubiera gustado tenerle por más tiempo con nosotros, sabemos que así es su mundo y agradecemos que pueda surcar libre en su hogar.
Seguimos el rumbo establecido y dos horas más tarde, se ve un soplo a lo lejos. Los voluntarios de Cetàcea, por la altura del soplo y la verticalidad ya adivinamos que se trata de un rorcual común, y no nos podemos creer la suerte que tenemos de ver la primera ballena de la temporada.
El rorcual común es la segunda ballena más grande del mundo, tras la ballena azul. En primavera se les puede ver por nuestra costa porque se dirigen hacia el mar de Liguria para alimentarse. El rorcual, tras varias respiraciones, se sumerge y ponemos el crono en marcha para saber en qué momento emergerá de nuevo. Los rorcuales suelen tener un tiempo de apnea que puede llegar hasta 20 minutos. La tripulación está emocionada y nerviosa, expectante y deseando volver a verle. Calculando la trayectoria que llevaba cuando se sumergió, vamos con la embarcación a una velocidad moderada y a bastante distancia, y acertamos de lleno. Porque de repente, a los ocho minutos y a estribor se ve y se oye un soplo. Vemos que el animal está más cerca, y podemos observar cómo cuando sale a respirar se abre el espiráculo (su nariz), sacando un chorro de vapor de agua, el lomo gris oscuro brillando bajo el sol. Se hace el silencio en el Alción, solo roto por los sonidos de las cámaras fotográficas y algún que otro comentario de admiración, casi un susurro. Y por encima de todo, el sonido de su respiración. Todos los que estamos en el barco intentamos retener en nuestras retinas la preciosa imagen del magnífico rorcual, un animal de unos veinte metros que pese a su tamaño, se muestra tan pacífico. Me viene a la memoria entonces que Japón, Islandia y Noruega siguen cazando a este animal considerado por la UICN en peligro de extinción y sigo sin entender cómo alguien puede tener delante esos impresionantes ejemplares y arponearles.
Tras varios minutos en superficie, el rorcual vuelve a sumergirse y tras calcular de nuevo su trayectoria y veinte minutos más de crono, no vuelve a aparecer.
Decidimos retomar el camino de vuelta ya hacia puerto. Seguimos oteando el horizonte en busca de más cetáceos, pero en vez de ellos siguen apareciendo frailecillos y alcatraces que hacen las delicias de los fotógrafos.
Al llegar a puerto, nos despedimos de la tripulación externa, que sigue extasiada por la experiencia vivida durante todo el día, en el que la estrella indiscutible ha sido el rorcual.
Y al mirar los ojos brillantes del magnífico grupo de tripulantes, y al escuchar las palabras de emoción y agradecimiento, nos volvemos a dar cuenta que seguimos haciendo las cosas bien. Brindarle a la gente la posibilidad de conocer más el mar Mediterráneo y sus habitantes es crucial para que aprendamos a amarlo. Porque solo se aprende a querer a aquello que conocemos. Y cuando lo llegamos a querer, automáticamente lo empezamos a respetar.